DES TIERRO

Hubo un tiempo

En el que creí ser diferente a las piedras

Con las que mi abuelo

Construyo este huerto

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martes, 2 de febrero de 2010

El sueño de Adán


Por: Cristian Picón

No era la primera vez que miraba con voracidad aquel verde espeso y sus interiores. No era de ninguna manera la primera vez que su mirada incendiaria recorría los ramales inundados de rocío que arrellanados unos sobre de otros, daban el aspecto de haber sido hechas a mano. Él conocía bien esos parajes, los podía recorrer incluso con los ojos cerrados. Ahora sus pasos parecían demasiado carnales, dirigidos obsesivamente hacia un objetivo enteramente vital. Creía que mientras caminaba, el bosque entero estaba vivo y no solo eso, sino que se ensanchaba como abriéndole paso. Él se sentía vigoroso, más eterno que siempre, menos anciano. Escuchaba el veloz fluir de la sangre por todo el espesor de su cuerpo.
No pensaba, solo le rodeaban imágenes, visiones del futuro, sonidos ininteligibles, fluidos, realidades posteriores a sus pisadas.
La noche se perfilaba inexorable, pretendiendo complicidad, todo estaba dicho, todo se haría de manera dictada por algo supremo.
Lentamente la maleza se dividía, se agrietaba con solemnidad para él, que en ese momento era el único hombre sobre la tierra. Era un enorme valle rodeado de coloridas formas hechas flores y frutos.
Un viento tibio apenas hacía mover sus largas vestiduras, le acariciaba el rostro y murmuraba secretos que solo él podía escuchar.
Su mirada recorrió el valle centímetro a centímetro hasta encontrar una roca casi en el centro, puesta encima de un montón de ramajes.
La noche comenzó a extender su manto por sobre el bosque dando paso a una enorme Luna crecida, el manto celeste abrazaba toda aquella planicie avivando los sentidos del bosque. Él se sentó sobre la gran piedra con una aparente afabilidad como quien se sienta para esperar a que amanezca sin más incomodidad que la de sus tersas ropas. Acariciaba su barba blanca mientras sus ojos se extraviaban evasivamente en la eternidad, por sobre el horizonte de donde salió ella.
Ella de cabellos negros y largos, ella caminando hacia él como guiada por un magnetismo espiritual y lascivo, ella tan desnuda como si nunca hubiera caminado con prenda alguna, ella segura de si misma con una soberbia que ni él ni nadie podía dejar de perdonar, ella con mirada de antorcha y movimientos ínfulares. Ella destazando la noche. Ella esbelta y grandiosa, amante perfecta de cualquier imperfecto, ella moviendo las manos como quien acaricia el terciopelo.
¿Y él? Él solo miraba apuntando en su mente todos y cada uno de los movimientos entrelazados con su deseo, un deseo totalmente virgen, totalmente incontenible.
Cuando la distancia era nula entre los dos, en el determinante momento en el que ya nada se puede hacer para detener lo que nunca nadie ha podido detener, él, frío por solo un instante, estiró su largo brazo y la detuvo deseando lo contrario.
Ella lo miró de tal manera que a él se le derrumbo el brazo para luego estrecharla contra su pecho experimentando al unísono con el tacto a flor de piel lo que significa ser divino. No hubo lugar para signo alguno de cariño paterno; solo se respiraba ese penetrante vapor tembloroso que únicamente el deseo carnal puede producir. Ella lo despojó de sus luengas ropas mientras tocaba insensatamente aquel anciano cuerpo deseado. Él la miraba sin saber a ciencia cierta en qué parte de su cuerpo concentrarse, en qué parte de su mente atrincherar su furia que en aquel momento apenas podía tornarse en impotencia.
La cubrió con sus brazos acariciando las nalgas y pegando su duro miembro en la pierna de ella que lo frotaba con tal maestría que parecía no ser una virgen. La recostó sobre la roca extensa y gris, su lengua se sumergió en el badajo de ella, ella que lo recibía sin discreción, sin titubeos, ella que lo amó desde siempre. Él agitado, ella jadeante, él entrando y saliendo entre un montón de estremecimientos perpetuos, ella abandonándose a la eternidad, yendo y viniendo empapada en fluidos.
Él imposibilitado a la cordura, ella rasgándole el alma.
Los sudores y los cuerpos se hicieron uno, la noche se hizo día y el cielo se nubló.
Entonces, sudando y alterado, Adán, aquél padre nuestro, aquel primer muerto en la tierra, aquel primer loco de atar, despertó repentinamente de su desquiciado sueño y con el corazón apretujado, miró que Eva estaba a su lado, alumbrada por la luna del alba y llena de tranquilidad, dormida placidamente abrazada de él. Adán miró al cielo y se sintió traicionado por su padre, despojado, desguarnecido. Nuestro padre entonces lloró inconteniblemente mientras por encima del alba el mundo dormitaba mirando al cielo con un dejo de inocente reproche. Así fue, en ese momento, cuando ya no pudo evitar ver a su compañera con los mismos ojos. Aquella noche la despertó con caricias terrenales, sinceras, enloquecidas. Aquella en que su Dios le mostrara el sendero del goce, de la salvación, de la felicidad. Así fue como se despertó en la primera mujer la necesidad de anclar en el placer, arrancada del árbol del desconocimiento. Así fue también que después de aquella madrugada y aquel acto envidiado incluso por el sueño de dios padre, fue compuesto el primer poema por el primer hombre en el principio de los tiempos.

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